martes, 19 de julio de 2011

Arena y mar.

Como un espectador más ella se posó en mi retina con una nitidez y contraste asombroso. Todo a su alrededor era gris opaco, mientras que ella, resplandeciente, se mostraba brillante por el reflejo del sol en su bronceada piel y sus dorados cabellos. Sentada en la orilla jugueteaba con los pies sobre la arena mientras miraba al infinito océano esperando encontrar respuesta al porque de su incomparable belleza. Con suaves movimientos que rozaban la censura acariciaba la cálida arena con sus pequeñas manos. Allí estaba ella serena y tranquila consciente de saber que era descendiente de la mismísima Venus.

El romper de las olas junto con el paradisíaco paisaje formaba un decorado casi onírico, ella pertenecía al todo, parecía un espejismo, su voz era sensual y tenue o ese ideal tenía yo en mi mente. Entonces se levantó y comenzó andar por la orilla hasta perderse en el horizonte, dejando tras de sí una línea perfecta de huellas.

Al poco tiempo salí de ese estado narcotizado que dejó la estela de su movimiento de caderas y sonreí consciente de la paz que esa desconocida había dejado en mí durante ese mágico momento.

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